Hace rato estaba con las manos calentitas, abrigadas y resguardadas del frío por aquellas extensiones cavernosas de tela de los pantalones denominadas bolsillos. Y casi al llegar a mi casa, con mi parsimonioso paso a través del pavimento abriéndome camino a través de la espesura del aire y sus bajas temperaturas, me dio gracia la connotación que puede guardar tal acción, la de guardar las manos en los bolsillos. Y antes de decirles qué pensé, les digo qué me pregunté: ¿Cuál sería nuestro impacto al momento de darnos cuenta de que perdimos nuestras manos? Y bien, acá llega el momento en el que actúa la ley del "uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde", y ahí nos percatamos de la importancia de nuestras manos, y la impotencia aborda en nosotros. Pero esa impotencia multicausal nos dice que: sí, obviamente nos vamos a sentir frustrados por el hecho de no llevar a cabo actividades cotidianas. Imagínense: no poder comer, no poder tocar instrumentos, no poder manejar el control, no poder regular el agua caliente y fría con las manijas de la ducha, y un sinfín de esto. Pero más que cualquiera, nos va a doler mucho más la pérdida de estas partes del cuerpo por el solo hecho de no poder tipear o manejar nuestro hermoso teléfono celular. Porque, ¿no forma parte de nuestra identidad ya? ¿no dejaríamos de existir si no publicamos algo en nuestras redes sociales? ¿qué es peor que no poder contestar los mensajes de las otras personas, de no poder publicar una foto de lo que se está comiendo, lo que se está tomando, de lo que se está haciendo?
El celular se volverá, como dice mi profesora de Filosofía, una mera extensión más de nuestra mano. Porque hay que aceptar que se ha vuelto inherentemente parte de nuestra identidad e imagen. Pero no es a esto a lo que quería llegar y veo que casi me voy por las ramas por este interesante tema. La cosa va de que pensé: ¿Qué hacemos cuando no celulareamos? ¿Qué hacemos cuando lo dejamos apagado y nos guardamos nuestras valiosas manos en nuestros bolsillos, y caminamos? ¿Qué podría ser tan importante como para dejar de revisar nuestras redes sociales? Ahí entra una cuestión que puede derivar en diferentes razones... Podríamos estar charlando con una persona, teniendo una conversación intensa; también podríamos estar divagando o luchando con problemáticas filosóficas y sentimentales por estar pasando en una situación compleja; entre otras cosas que demanden ser uno mismo y el uso del pensar.
¡Wow! ¡Menudo descubrimiento! Un millenial se ha dado cuenta de que se puede hacer otras cosas más gratificantes que usar el celular en el camino. Y sí. Pero luego de toda esta ironía, me gusta aceptar el hecho de que soy estúpido en muchas cosas y que soy lento para entender. La causa de este mejunje de conclusiones es que en mi vuelta a casa estaba acompañado por un amigo. Y bien, pasó que charla va, charla viene, y el tema de nuestra conversación nocturna por las oscuras veredas del barrio se tornó más, como dirían muchos, profunda o intensa. Y, valga la salvedad, abundan este tipo de conversaciones cuando uno se encuentra en el umbral de la vida secundaria y universitaria, ya que es el momento de las inquietudes e inseguridades, es el momento cénit de la duda sobre qué hacer de nuestro futuro. Y si alguien reprimiera estas cosas, si se las guardara, su salud mental desembocaría en estados o situaciones deprimentes. Es por eso que hay que tener a alguien con quien hablar. Y digo hablar porque muchos dicen que uno se quita el peso de las preocupaciones cuando las dice y alguien las escucha; pero creo que, para proscribir totalmente el peso de estas preocupaciones, también es necesario escuchar una realidad diferente y poder compararse y pensar que uno no está tan desencaminado como piensa.
Es entonces cuando me doy cuenta nuevamente de una necesidad: el tener a alguien con quien intercambiar pensamientos y situaciones. Es menester una mirada distinta de las cosas para bajarnos al suelo un rato, para sentir que no estamos tan solos como pensamos a pesar de estar rodeados de amigos.
Podría decir que fue una charla corta e interesante, de esas que hacen el camino más corto y que te dejan con ganas de seguir, pero luego te das cuenta que no va a tener la misma esencia que la que tenía en ese momento.
Y agradezco a este amigo, quien aprecio mucho y varias veces me siento identificado con él, por estos momentos en que uno se abre. Lo aprecio porque las personas adoptan un mutismo muy estricto con otros de sus pensamientos, problemas y sentimientos, y ser esa persona que pueda escuchar e intercambiar sinceramente algo de importancia para esta es grato.
Creo que la soledad se vuelve insana hasta el nivel en que uno no se permite abrirse, y si uno lo piensa, se puede volver una tumba cerrada, que no se abre ante nadie, que guarda muchas cosas. Y que solo se abre para darle paso a la muerte, se cierra por siempre cuando el cadáver llega, y se entierra, y luego es olvidada por todos. Entonces, no hay pasado para nosotros, ni presente, ni tampoco futuro. Terminamos siendo un saco de huesos en un cajón, desprovisto de alma porque no tenemos, y proscrito eterna y finalmente de los problemas y preocupaciones.
Al parecer, luego de pensar la muerte, no resuena tan cursi la trillada expresión "carpe diem". Expresión y significado que, a pesar de que está desmesurado, no está tan fallado.
Lo único que tenemos es el ahora, que es tan ambiguo como el futuro. Y no quiero decir que sigamos nuestros sueños, porque estos muchas veces suelen ser engañosos y suelen distorsionar la vida. Perseguir nuestros sueños no lo es todo. Y a veces es lo que nos frustra más al no poder alcanzarlos, de pensar que son imposibles. A veces nos frustramos y decepcionamos cuando nos vemos parados en el lugar que soñamos y decimos ¿Es esto lo que toda la vida busqué? ¿De verdad lo vale?
Opino que somos más felices cuando obedecemos muchas veces a aquellos impulsos espontáneos que aparecen de la nada y que nos persuaden de la rutina.
También creo que la vida no tiene propósito. No tengo preocupación de buscar un sentido existencial a mi vida, porque me veo como una especie de vida que es inteligente por sobre las especies animales, que intenta dar con explicaciones exactas a su existencia, pero que al fin y al cabo termina como todo animal: muerto. Y dejamos de existir en el momento en que dejamos de pensar, en el que nuestro cerebro deja de funcionar y nos transformamos en un fétido cuerpo que con el tiempo pasa a ser una masa de putrefacción frustrada al ver que no había sentido para la vida.
Solo somos eso: un saco de huesos que existe porque piensa.
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